
Ese año el niño y su mamá no llegaron a tiempo. Tuvieron un compromiso lejos y cuando llegaron, la muchedumbre ya había pasado. Al llegar la noche, el niño se acostó muy triste y se durmió pensando en los platillos y sabrosas golosinas que ese día no había podido probar.
A eso de las tres de la madrugada, el niño se despertó por el sonido de la banda, las bombardas y el olor inconfundible de los sahumerios. La procesión volvía a pasar por su casa. Buscó a su mamá y vio que estaba profundamente dormida. Sin despertarla se vistió con el hábito y bajó las escaleras para rezarle al Señor y arrojarle las flores que tenían como ofrenda.
Ya en la calle vio que la Sagrada Imagen era seguida por hombres con capa y sombrero y mujeres con el rostro cubierto por un manto. Una vendedora le obsequió un pedazo de turrón. Otra una porción de mazamorra y una mujer morena un anticucho de corazón. El niño no lo sabía pero se trataba de fantasmas, de gente creyente que había vivido en otro tiempo.
La neblina cayó sobre Lima y la procesión de las almas desapareció. El niño devoto se fue con ellos.
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