domingo, 28 de mayo de 2017

El niño que miraba

En una calle donde todo era hermoso y colorido, todos los niños saltaban y jugaban, pero había uno que no era como los demás, se negaba a jugar, a bailar, a cantar y brincar. Se contentaba con solamente mirar, sin hacer nada por hablar o hacer amistad.  

Había en el patio una niña que siempre salía acompañada de sus muñecas. El niño que no le gustaba hacer nada le gustaba verla jugar. Sentada en medio del parque, tomando gaseosa con Doritos en el invierno o un marciano de lúcuma o de maracuyá en los veranos. 

Disgustados de verse siempre contemplados, la niña y los demás niños se acercaron a la ventana del niño observador y le arrojaron piedras, trayéndose abajo los cristales. Sin conmoverse por las lágrimas, la niña con tan buena puntería le arrojó un pedazo de ladrillo que le impactó de lleno en la cara y el niño nunca más los volvió a mirar.

Pasaron los años y los niños crecieron. Tema de sus conversaciones era recurrente la ventana abandonada y el niño que antes se asomaba. El secreto de su timidez lo comprendió la niña, ahora enfermera de un albergue, cuando vio a ese niño ahora crecido en una silla de ruedas. Había quedado mudo y paralítico en un accidente en el que sus padres habían muerto y había quedado tuerto por un ladrillazo que le cayó en el ojo. 

Todas las tardes, la enfermera saca a su paciente a la calle para escuchar a los niños jugar y bailar. Sonríe a pesar que ya no los puede mirar. 

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